El regalo inesperado
En recuerdo de mi gran Chicarcas
Por Patricia Rico
PERIÓDICO REFORMA / ESPECIAL DE NAVIDAD
La primera vez que lo vi, lo encontré tendido en una banqueta. Alguien lo había atropellado y ahora estaba, abandonado a su suerte, en esa calle. La gente pasaba como si no lo viera, indolente ante ese perro callejero.
Me acerqué para asegurarme que seguía con vida; le hablé con ternura y él me vio como pidiendo ayuda, mientras dos lagrimones invadían su mirada.
– Espera, regreso en seguida -, le dije con certeza que él comprendía mis palabras.
Regresé con el coche y, como pude, lo coloqué en el asiento trasero.
Lo único que se me ocurrió fue ponerle música para que se tranquilizara, y yo, en cada alto, volteaba a verlo, le sonreía, le guiñaba un ojo o le regalaba alguna frase de aliento.
– Echale ganas, ya vamos a llegar. Llegué con él al hospital veterinario. Esperaba que me dijeran que se trataba de algo leve. Pero no, el médico me aseguró que no había ninguna esperanza para él.
– Tiene fracturadas las patas traseras, es un perro viejo y tan mal alimentado que no podría resistir; si se tratara de un cachorro, sería diferente, los huesos podrían soldarle, pero en estas condiciones, no vale la pena.
– Haga algo, doctor – le pedí.
– ¿Dónde lo encontró?, ¿fue usted quien lo atropelló?
– En la calle, ya estaba así cuando lo hallé. Ni siquiera sé como logró subir a la banqueta, o tal vez un cafre fue quien se trepó a la banqueta y lo aplastó.
– ¿Por qué lo hace? – Me lo dijo con curiosidad.
– No lo sé, quizá por lástima.
– Le soy sincero, señora, lo mejor es dormirlo -, dijo tranquilamente.
“Dormir”, así llaman los veterinarios a la aplicación de la eutanasia.
Lo pensé por unos momentos y la idea me pareció horrible.
– No, prefiero llevarlo a casa -, dije con seguridad.
– ¿Por qué lo hace? -, volvió a preguntar.
– No lo sé -, dije otra vez. Tal vez por que es Navidad, y eso lo hace más triste.
A regañadientes, el veterinario le enyesó las patas y le inyectó un calmante. Además, me dio algunos antibióticos para curarle las heridas.
Llegué a casa con el perro cargado y, a pesar de lo maltratado que lucía, mi hija de apenas 5 años, pensó que se trataba de su regalo.
– ¿¡Es para mí!?- preguntó emocionada,- déjame llamarlo Chicarcas.
No sé por que eligió ese nombre pero a mí también me agradó.
– Pues bien. Chicarcas, ésta es tu nueva casa -, le dije -. No sé por cuanto tiempo vivirás, pero te prometemos que serás feliz todo ese tiempo, te cuidaremos y te amaremos, serás un miembro más de la familia.
Buscamos la vieja carriola de mí hija y la adaptamos como una especie de silla de ruedas para moverlo por la casa. mi hija lo llevó hasta el pino y, con paciencia, le explicó de qué se trataba todo aquello, el Nacimiento, las luces, las esferas. Chicarcas la veía con atención, como si entendiera cada palabra. Y, a mí, aunque suene imposible, me pareció verlo sonreír.
Esa historia de Chicarcas fue hace ya tres años, ahora él corre por la casa en espera de su cuarta Navidad en familia, y mi hija sigue pensando que éste ha sido su mejor regalo; seguramente, él piensa lo mismo.
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